Faustino Mondragón - 01


Si de algo estaba orgulloso Faustino Mondragón era de ser único en su especie. El proceso había sido largo y costoso y en esa lucha por la aceptación personal se había impregnado de un sentimiento de indigesta incomprensión. Le brotaba ya cuando de niño coleccionaba cáscaras de pipas y las amontonaba en cajas con la esperanza de poder, algún día, plantar el pipal más grande de la Tierra. Incomprendido se sentía también cuando quemaba las noches memorizando el listín telefónico o las instrucciones - en todos los idiomas, incluidos ruso y taiwanés - de los pocos electrodomésticos que entraron en casa. Tampoco mejoraba su vida social el hecho de que su flexible concepción del sentido práctico le permitiera dedicar horas enteras a anotar las previsiones meteorológicas y a calcular en qué porcentaje acababan siendo erróneas.


A pesar de lo muy criticadas que resultaban sus aficiones, tan cambiantes como su carácter, si algo había conservado aquel niño esquivo y obsesivo de ya 38 años era un agridulce estremecimiento cada vez que escuchaba su nombre, lo único que creía realmente suyo.

- ¿Faustino Mondragón?- inquirió una mujer de moño tirante sin levantar la vista del papel. - Sí - respondió sonriente el aludido.

- Por aquí, por favor - le indicó en un brindis de pulseras Mª Pilar. O ese al menos, según había observado Mondragón, era el nombre plastificado que colgaba de la blusa de su interlocutora.

El susodicho se levantó y cumplió órdenes; aunque algo apurado, pues sus pies cortos y arrastrados no conseguían alcanzar la estela de aquellos tacones. Avanzando por los corredores de goma, intentó coordinar el paso de sus amadas zapatillas deportivas al ritmo de las piernas de la mujer del moño tirante pero sus ridículas zancadas le dejaban todavía en mayor desventaja.

Faustino quedaba hipnotizado a menudo por el movimiento de sus deportivas blancas y rojas sobre el asfalto. Tanto llegaba a contemplarlas que sólo en la última semana había estado apunto de ser atropellado en dos ocasiones y lo había sido irremediablemente en otras tres. Del último de los accidentes conservaba todavía un brazo escayolado y una extraña cojera que disimulaba apoyando tan sólo la mitad derecha del pie izquierdo.

Bajar la vista en el pasillo le sirvió, además, para acordarse de Panchita y de lo necesario que resultaba que ésta le recogiera el bajo de los pantalones tres dedos por encima del tobillo como solía hacer, a petición de Faustino, para que luciera en su totalidad esas Adiddas AirMax Monster Turbo.

- Espere aquí un segundo. - masculló la mujer del moño tirante en un susurro reflexivo, casi en un pensamiento descubierto.

Mondragón aprovechó para espantar las arrugas del pantalón y camisa. Según Panchita, se trataba de un conjunto azul lavanda muy especial. Sin embargo, a Faustino le costaba encontrar alguna diferencia, más allá del desgaste propio de los años, entre el tono pastel de sus prendas y el de los trajes con perchas humanas que le acompañaban. Tal vez fuera por ello que, entendiendo su necesidad de distinguirse del resto, Panchita le trajera siempre complementos variopintos como el reloj en forma de kiwis engarzados que embutía ahora una muñeca de escayola o aquel escarabajo de la suerte que le regaló a la vuelta de uno de sus viajes inventados a Egipto. Tales minucias eran prescindibles; pues su carácter excéntrico y la rareza de sus manías lo convertían ya de por si en un ser incomparable, en una eterna excepción.

Una de las puertas blancas del pasillo se abrió y antes siquiera de levantar la barbilla, el visitante reconoció la silueta y el olor a perfume alcoholizado de Emilio Moreno. Los dos hombres se miraron frente a frente.


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