El Milagro Amarillo


Érase una vez, tras otra, un lugar muy lejano en el que crecían cada día sandías verdes y amarillas, de igual tamaño y sabor. Lucían espléndidas sobre el vasto campo desde hacía siglos. Ambas nacían de la misma tierra, y a veces, incluso, compartían raíces. Las gentes del pueblo, no obstante, supersticiosas y precavidas, decidieron tiempo atrás recelar de la fruta amarilla y alimentarse sólo de sandías verdes. ¡Imaginad qué faena! Los aldeanos debían levantarse pronto cada mañana y arrancar de cuajo aquellas cuencas amarillas que asomaban entre la tierra húmeda. Criar sandías era una cuestión de azar, pues nadie sabía si la fruta que emergería podría comerse o si, por el contrario, produciría más trabajo que beneficios.

El proceso se perpetuó durante varias generaciones hasta el punto de que los habitantes del país acabaron asumiendo la tarea de seleccionar y deshacerse de los frutos amarillos como una responsabilidad, una obligación y, con el tiempo, un hábito, un automatismo. Tanto es así que los nietos de estos aldeanos fueron olvidando el origen de tal exclusión y, cegados por la costumbre, no volvieron a plantearse el por qué de la misma. Y a su vez, los bisnietos de ellos llegaron a ignorar que aquello que descartaban cada mañana eran también sandías.

Sucedió, sin embargo, que, hartos de alimentarse de sandías verdes, algunos agricultores empezaron a ir en busca de otras frutas con las que complementar la dieta. Aislados por completo, se dieron cuenta de que aquella fruta que recogían o compraban en otros pueblos se quedaba seca y pocha en el viaje de vuelta y al llegar a la aldea muy pocos eran quienes acudían a su compra. ¡Miserable negocio! gritaban los agricultores. No era para nada rentable. No obstante, había que encontrar rápida solución pues los campesinos habían empezado ya a odiar las sandías verdes que mordían y a odiar incluso al propio pueblo por encontrarse tan apartado.

Y por fin llegó la panacea. Un sabio embustero de la zona, dedicado toda la vida al "descarte amarillo" como se nombró a tan sacra y necesaria acción, decidió explicar a los aldeanos que aquello que arrojaban cada mañana, era también comestible. Intentó convencerles de que se trataba de otra fruta, igualmente digestiva y fresca que la sandía pero con un sabor mucho más intenso y especial.

Se armó gran revuelo y los que el pueblo habitaban no hablaron de otro tema en meses. La mayoría consideraba que llevarse a la boca algo que había de ser deshechado no tenía sentido, los que menos llegaban a plantearse qué ocurriría si se demostrase que aquello que narraba el sabio era cierto. Sólo un joven, empachado de sandía verde, se atrevió a abrir una de aquellas esferas amarillas que se lanzaban al barranco de tres en tres, y probarla.

Tan harto estaba el mozo de comer sandía y necesitado de degustar otros alimentos y tantas eran las dudas y expectativas que en el fruto amarillo se habían posado que al joven le pareció no haber catado en su vida manjar más exquisito. Se zampó una y otra y otra más incluso. ¡Qué gusto no comer sandías! El descubrimiento no tardó en hacerse público y, en pocos días, el joven fue llevado ante el rey para narrarle en persona las ventajas de aquello que algunos habían bautizado ya como "el milagro amarillo".

Viendo que al mozo que había probado tan irresistible bocado no le había ocurrido nada malo, el monarca ordenó guardar todas las frutas amarillas de una semana y ofrecerlas a sus súbditos en un gran banquete de domingo.

Todos devoraron como animales hambrientos alegrando el paladar una vez y otra por tan irrersistible descubrimiento. El milagro amarillo cambió el humor y la expresión de aquellos que lo comieron y muchos eran los que se reían de sus antepasados, pobres ignorantes, que basaban su dieta en sandías pudiendo saborear un placer como éste. Tan sólo un ciego, algo confundido, no comió más que el primer mordisco. Luego murmulló algo que nadie quiso escuchar y, aún perplejo, se retiró del gentío para, resignado, cenar en su casa como cada noche una ralda de sandía verde.

God save Obama! ... I mean: God save the Yellow Watermelons!

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