Veinte años atrás, fui bautizado - o tal vez sentenciado - como Lluís Benito. Dicen que el hábito no hace al monje, pero lo cierto es que, como el nombre, he forjado mi carácter en un eterno contraste:

Soy sociable y optimista – la mayor parte del día - , huraño y melancólico. Realista aunque místico de ocasión. Un alma combativa en una lucha implacable contra mí mismo y mi recuerdo. Siempre camaleónico. Eso sí, difícilmente maleable. Confiado pero prudente. Consciente de que si la sinceridad es una virtud, la transparencia resulta un suicidio.


Gateaba aún entre juguetes cuando acepté que soy un animal imaginativo, bestia creadora de irrealidades y personajes. Asumí las carencias de mi limitado universo e, insatisfecho, empecé a perfeccionar el placentero arte de reinventarlo. Así es como me fui convirtiendo, por inercia o por destino, en devoto narrador, un atento testigo y admirador de éste y otros mundos surrealistas.

Ahora que los muñecos son esbozos sobre papel, los personajes desdoblados se multiplican y me empujan a un parto doloroso, rasgan un útero que, aunque fértil, resulta frágil e inestable. Quieren huir. Van a hacerlo. Oigo el rumor que delata intenciones conjuntas. Acuerdan que el embarazo está durando demasiado. El maestro inseguro, la anciana implacable, el aventurero perdido, el heroe derrotado, la princesa sin reino ... todos exigen, reclaman en silencio, a modo de contracción. ¿Y si ya han elegido su comienzo? Sus ojos, sus miedos, sus manos, sus sueños... se expanden como sombras ajenas a mi cuerpo. Ya salen. Me miran. Me aterran.


Son tragos amargos sedientos de hielo.

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