
CAPÍTULO PRIMERO
" - Sabía que tarde o temprano nos volveríamos a encontrar. Sabía, también, que estaríamos el uno frente al otro, y que tú serias la encargada de preguntar. Por eso estoy preparado, me he informado sobre ti, sobre lo que has conseguido estos años.
- Pero... si soy yo la que entrevista, debo ser yo quien se informe, ¿no?
- ¿Acaso quieres saber algo nuevo de mí? Yo diría que no. Quieres seguir teniendo una imagen construida de mi persona, de cómo crees que soy. Por eso no has puesto un gran empeño en buscar sombras que desconozcas en mí, por ese motivo no vas a ir más allá. Por no destapar viejos miedos, no vas a preguntarme nada que pueda desmitificarme.- Sí, a mi también, pero tampoco ha estado mal ¿no crees? Y no valores sólo el viaje, hazlo de manera global.
- Bueno, como dice la canción “Ha sido divertido, me equivocaría otra vez”. Y ahora… ¿Qué?
- Ahora nada. Tú seguirás tu camino, recordarás estos meses y algún día nos volveremos a encontrar.
- ¿Y si no es así?
- Lo será. Recuerda: nuestra vida se compone de círculos viciosos en los que hay personas que siempre vuelven. O al menos eso me contaste un día.
- Creo que es el primer momento en el que tengo la certeza de que me has escuchado alguna vez. Es curioso que también sea el último.
- No estés triste. Tú misma lo has dicho: Ha sido divertido.
De repente, se giró, subió a un coche y desapareció de mi vida. Sin explicaciones, sin lamentos, sin un beso, sin un abrazo, sin un reproche… tan sólo una sonrisa. La misma que ahora, después de tanto tiempo desaparecida, despertaba en mí el deseo de saber si él aún me recordaba con la misma nitidez con la que le recordaba yo a él. "
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Agua. Ríos salados de lágrimas de dragón. Baños de fantasía que cubren del mundo su sinrazón. Cascadas en llanto acogen los juegos de niños y faunos, que chapotean alegres al regazo del amor. Hielo. Llueve también para los arqueros de sonrisas gélidas y abrazos de escarcha; para los feudos de sacos de cuero y corbata a rallas. Para los juglares ciegos que recitan en la plaza leyendas de caballeros que vencieron mil batallas.
Sacuden el cielo ahumado las afiladas carcajadas de brujas y lobas. Y en los charcos sirenas retuercen entre sus colas Neptunos derrotados que resucitan por horas. Caen bolas de fuego contra el campesino que clama justicia, litros de agua y alcohol nublaron su vista y encendieron su voz. Y en un castillo de arena, subida a su torreón la descorazonada reina agita con brío el bastón mientras ordena, sentencia, que salga de nuevo el sol.
El proceso se perpetuó durante varias generaciones hasta el punto de que los habitantes del país acabaron asumiendo la tarea de seleccionar y deshacerse de los frutos amarillos como una responsabilidad, una obligación y, con el tiempo, un hábito, un automatismo. Tanto es así que los nietos de estos aldeanos fueron olvidando el origen de tal exclusión y, cegados por la costumbre, no volvieron a plantearse el por qué de la misma. Y a su vez, los bisnietos de ellos llegaron a ignorar que aquello que descartaban cada mañana eran también sandías.
Sucedió, sin embargo, que, hartos de alimentarse de sandías verdes, algunos agricultores empezaron a ir en busca de otras frutas con las que complementar la dieta. Aislados por completo, se dieron cuenta de que aquella fruta que recogían o compraban en otros pueblos se quedaba seca y pocha en el viaje de vuelta y al llegar a la aldea muy pocos eran quienes acudían a su compra. ¡Miserable negocio! gritaban los agricultores. No era para nada rentable. No obstante, había que encontrar rápida solución pues los campesinos habían empezado ya a odiar las sandías verdes que mordían y a odiar incluso al propio pueblo por encontrarse tan apartado.
Y por fin llegó la panacea. Un sabio embustero de la zona, dedicado toda la vida al "descarte amarillo" como se nombró a tan sacra y necesaria acción, decidió explicar a los aldeanos que aquello que arrojaban cada mañana, era también comestible. Intentó convencerles de que se trataba de otra fruta, igualmente digestiva y fresca que la sandía pero con un sabor mucho más intenso y especial.
Se armó gran revuelo y los que el pueblo habitaban no hablaron de otro tema en meses. La mayoría consideraba que llevarse a la boca algo que había de ser deshechado no tenía sentido, los que menos llegaban a plantearse qué ocurriría si se demostrase que aquello que narraba el sabio era cierto. Sólo un joven, empachado de sandía verde, se atrevió a abrir una de aquellas esferas amarillas que se lanzaban al barranco de tres en tres, y probarla.
Tan harto estaba el mozo de comer sandía y necesitado de degustar otros alimentos y tantas eran las dudas y expectativas que en el fruto amarillo se habían posado que al joven le pareció no haber catado en su vida manjar más exquisito. Se zampó una y otra y otra más incluso. ¡Qué gusto no comer sandías! El descubrimiento no tardó en hacerse público y, en pocos días, el joven fue llevado ante el rey para narrarle en persona las ventajas de aquello que algunos habían bautizado ya como "el milagro amarillo".
Viendo que al mozo que había probado tan irresistible bocado no le había ocurrido nada malo, el monarca ordenó guardar todas las frutas amarillas de una semana y ofrecerlas a sus súbditos en un gran banquete de domingo.
Todos devoraron como animales hambrientos alegrando el paladar una vez y otra por tan irrersistible descubrimiento. El milagro amarillo cambió el humor y la expresión de aquellos que lo comieron y muchos eran los que se reían de sus antepasados, pobres ignorantes, que basaban su dieta en sandías pudiendo saborear un placer como éste. Tan sólo un ciego, algo confundido, no comió más que el primer mordisco. Luego murmulló algo que nadie quiso escuchar y, aún perplejo, se retiró del gentío para, resignado, cenar en su casa como cada noche una ralda de sandía verde.
A pesar de lo muy criticadas que resultaban sus aficiones, tan cambiantes como su carácter, si algo había conservado aquel niño esquivo y obsesivo de ya 38 años era un agridulce estremecimiento cada vez que escuchaba su nombre, lo único que creía realmente suyo.
- ¿Faustino Mondragón?- inquirió una mujer de moño tirante sin levantar la vista del papel. - Sí - respondió sonriente el aludido.
- Por aquí, por favor - le indicó en un brindis de pulseras Mª Pilar. O ese al menos, según había observado Mondragón, era el nombre plastificado que colgaba de la blusa de su interlocutora.
El susodicho se levantó y cumplió órdenes; aunque algo apurado, pues sus pies cortos y arrastrados no conseguían alcanzar la estela de aquellos tacones. Avanzando por los corredores de goma, intentó coordinar el paso de sus amadas zapatillas deportivas al ritmo de las piernas de la mujer del moño tirante pero sus ridículas zancadas le dejaban todavía en mayor desventaja.
Faustino quedaba hipnotizado a menudo por el movimiento de sus deportivas blancas y rojas sobre el asfalto. Tanto llegaba a contemplarlas que sólo en la última semana había estado apunto de ser atropellado en dos ocasiones y lo había sido irremediablemente en otras tres. Del último de los accidentes conservaba todavía un brazo escayolado y una extraña cojera que disimulaba apoyando tan sólo la mitad derecha del pie izquierdo.
Bajar la vista en el pasillo le sirvió, además, para acordarse de Panchita y de lo necesario que resultaba que ésta le recogiera el bajo de los pantalones tres dedos por encima del tobillo como solía hacer, a petición de Faustino, para que luciera en su totalidad esas Adiddas AirMax Monster Turbo.
- Espere aquí un segundo. - masculló la mujer del moño tirante en un susurro reflexivo, casi en un pensamiento descubierto.
Mondragón aprovechó para espantar las arrugas del pantalón y camisa. Según Panchita, se trataba de un conjunto azul lavanda muy especial. Sin embargo, a Faustino le costaba encontrar alguna diferencia, más allá del desgaste propio de los años, entre el tono pastel de sus prendas y el de los trajes con perchas humanas que le acompañaban. Tal vez fuera por ello que, entendiendo su necesidad de distinguirse del resto, Panchita le trajera siempre complementos variopintos como el reloj en forma de kiwis engarzados que embutía ahora una muñeca de escayola o aquel escarabajo de la suerte que le regaló a la vuelta de uno de sus viajes inventados a Egipto. Tales minucias eran prescindibles; pues su carácter excéntrico y la rareza de sus manías lo convertían ya de por si en un ser incomparable, en una eterna excepción.
Una de las puertas blancas del pasillo se abrió y antes siquiera de levantar la barbilla, el visitante reconoció la silueta y el olor a perfume alcoholizado de Emilio Moreno. Los dos hombres se miraron frente a frente.
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