Expulsión I


En el descansillo de un edificio viejo de la ciudad, Marina doblaba con devoción el batín de plástico verde que había abultado su cuerpo carcomido en las últimas nueve horas de esfuerzo. Con el mismo esmero que empleaba en lustrar los electrodomésticos inteligentes expuestos en el segundo E, cambiaba sus zuecos también verdes por otros granates igual o más avejentados. Se oía llover. Hacía prácticamente un año que tal rareza no ocurría. La lluvia se consideraba un capricho de los cielos casi tan intermitente como el nacimiento de una flor o un día soleado.

Feliz al revivir la caricia caliente del agua sobre sus hombros desnudos, la lini gozó de un corto paseo por el barrio de Gracia hasta la parada del bus latino que habría de portarla a su merecido descanso. Linis, del inglés lean (apoyar), era el despectivo que recaía sobre quienes antiguamente fueron conocidas como asistentas del hogar. No obstante, lejos de avergonzarse y tras haber trabajado doce horas diarias a sueldo mínimo en una sexadora de pollos para una empresa de comida rápida —un privilegio al que había podido acceder tras finalizar los grados de veterinaria y biotecnología— Marina comprendía el valor de su empleo y no roñoseaba en precauciones para evitar perderlo. Por esa razón, aprisionaba sus rizos morenos en pañuelos discretos y capuchas, nublaba su vista tras unas opacas gafas de luz o brillo —conocidas décadas atrás como gafas de sol— y agachaba la cabeza al pasear por una Barcelona que sin alcanzar la interculturalidad, se había perfilado multirracial y multirracista. Una lucha constante por evitar el chismorreo corrosivo de la vecindad de la Barcelona Vieja y salvaguardar la imagen —borrando la propia— de quienes la ayudaban a subsistir en tiempos turbios de miseria.

Eran pocas las familias que conservaban servicio en el hogar. Muchas de las que lo tuvieron antaño, hijas de la especulación y de la banca, habían visto caer el valor de sus acciones al ritmo que se incrementaban inflación y desempleo. Aún así, ni en el peor de los casos se consideraba la posibilidad, como se hizo tiempo atrás, de encargar las tareas domésticas a habitantes de la Barcelona Nueva, descendientes de la gran ola migratoria de principios de siglo. La creciente desconfianza que se profesaba hacia lo extranjero y la cómoda insistencia en culpar a los ya no tan recien llegados de la crisis del país arribaba no sólo al pensamiento obrero sino que se hacía presente en las cibertertulias de neoburgueses y empresarios. "Antes cincuenta en la fábrica que uno sólo en casa" repetían casi a modo de eslogan. Copiar, pegar; copiar, pegar... la pandemia fue incontrolable —y, por qué no escribirlo, incontrolada—.

Marina, nieta de inmigrantes colombianos, acataba esas reglas no escritas y consciente de que su acento y sus rasgos neutralizados en dos generaciones mestizas mentían sobre su nacionalidad y domicilio, entendía cuán importante resultaba que nadie la viera dirigirse a uno de los Barrios Nuevos tras acabar su jornada.

Una vez en el autobús, azul celeste y sin ventanas, separó la cabellera del pañuelo encharcado y le sonrió al conductor.

- Feliz año tenga, Leandro.

- Dios te oiga, chiquita. Dios te oiga.

A un palmo de su frente húmeda, en la misma pantalla en blanco y negro en la que acostumbraban a anunciarse las paradas y averías de la red de transportes, los ganadores del popular concurso El Gran Donante celebraban la inminente llegada del año 2062.

- No es maravilloso, ¿Julián? Si no fuera por los votos de toda esa gente que nos ha apoyado estos meses... no quiero ni pensarlo.

- Tienes razón. El trasplante no hubiera llegado a tiempo. Dios, cada vez que caigo en ello se me pone la piel de gallina. ¡Muchas gracias a todos por confiar en nosotros!

- Bueno pero no nos pongamos dramáticos, hombre. Ya sabes lo que dicen: ¡Hígado nuevo, vida mejor! —ríen—.
- Pues es verdad, Patricia. Además, hoy es un día feliz, hoy empieza un año nuevo y con él nuevas ilusiones —achina los ojos para leer, atropellado, las palabras que se deslizan a un lateral de la cámara— Este año nos traerá a todos nuevas emociones, nuevas sorpresas, nuevos sueños y nuevas oportunidades. Sabemos que, con este programa, muchos han vuelto a creer en la generosidad de los españoles y ha sido, sin duda, un acto desinteresado de humanidad y amor. Un ejemplo...

El labio tembloroso de una anciana emocionada mandó apartar a Marina de delante de la pantalla con la crudeza de un dinosaurio agonizante. La lini doblegó como supo su cuerpo apoyando la cabeza sobre el hombro izquierdo y flexionando las rodillas.

Los altos rascacielos del barrio de Sants sudaban ríos de lluvia amarga. Y era esa agua tan gris, como el cielo compacto, que apenas se distinguía de los desteñidos bloques de edificios dormitorio. Una nube de polución adormilaba a las masas exhaustas y las hacía soñar con el transitorio reposo físico y el eterno intelectual.

Subir los ocho pisos de escalones con cierta diligencia y esquivar las largas colas del ascensor le permitió a Marina llegar a casa a tiempo para escuchar el discurso real emitido siempre en esa fecha.

Como sucedió ya el año anterior, no fue el anciano rey Felipe quien apareció en la pantalla —pues se encontraba el monarca indispuesto según repetían los programas del corazón—. Lo hizo una mujer pálida y mórbida en redondeces y movimientos. Enmarcando su cara esférica, dos tirabuzones dorados apuntaban a los labios carnosos que insuflaban aire esperando la orden de salida para propulsar las primeras palabras. Así fue. Los ojos azules autoritarios atravesaron el objetivo de la cámara. Y la mujer habló. Y, esta vez, dijo.


CONTINÚA EN EXPULSIÓN II

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